EL ESCRIBIDO

27.6.10

          
Imagínate volverte ficción. Te pones a escribir y creas, creas, creas, aunque no me creas. Te metes en el tintero y te escribes. Entonces ya es muy tarde cuando te das cuenta: acabas de escribirte. Te pasaste al otro lado y de repente te llamas Sunae. Ya nadie te trata de escritor en la calle, no te toman en serio porque eres un “escribido”. En fin, no existes. Nadie existe.

Desde chiquito, seis o siete años, Sunae se pasaba las tardes rompiendo las campanitas de mamá con la pelota roja que papá le había regalado el “día del niño”. Papá lo ayudaba. Uno podría pensar que papá se había regalado la pelota en su día. Brillaba, rodaba muy rápido, era liviana y chiquita, pero era lo necesario como para romper porcelana.

Sunae siguió así. Todo cambió, todo menos su amor por el fútbol. La pelota también había sobrevivido al pasado a veces absoluto, pero mamá no se rendía, compraba campanitas nuevas cada tres días y las colgaba en el mismo pasillo. A veces se escucha decir que el fútbol mueve países enteros e incluso decide el destino final de sus ciudadanos, aunque nadie diría que también tiene el poder de otorgarles paciencia a las mamás. Pero el problema de Sunae era otro.

Seis o siete “días del niño” más tarde,  papá le regaló Fever pitch, escrito por Nick Hornby, fanático del Arsenal de Inglaterra. Lo leyó en el parque, en el auto, en la escuela, en la cancha, embarrado y con un paraguas para que la lluvia no destruya las páginas del libro de su infancia. Qué sería de nosotros si todos nos pusiéramos a ser fanáticos del Arsenal leyendo y no viendo los partidos ni usando su camiseta.

Pero Sunae no decidió ser futbolista, sino escritor, y se lo decía a su mamá cada día, mientras arreglaba la casa. Y así mamá le compró un cuaderno grande, con hojas gruesas muy lindas, sin cuadriculado, y su primer Parker para escribir su primer cuento. No hay nada como escribir en un cuaderno que mamá te regaló.

Cinco días después mamá compró el segundo cuaderno, y tres semanas después le compró la segunda Parker. Sunae, hincha del Arsenal, escribía y creaba deteniéndose solamente para seguir pateando la pelota con papá. Las primeras campanitas rotas eran ya un pasado ancestral. Fútbol y tinta se juntaron definitivamente en ese niño de la cocina que le prometió a su mamá ser algún día escritor y convertirse en lo que escribía. Diecinueve años tenía, cuando el nuevo jugador del Arsenal se incorporó al más lindo equipo de Londres.

Ashburton Grove, su barrio, lo había recibido con barras enteras cantando su nombre. Era un vecindario pequeño, lleno de casitas de ladrillos y techitos negros, muy en combinación con la eterna lluvia. El técnico del equipo le había conseguido un departamento en un pequeño edificio lleno de más hinchas del Arsenal. Sunae estaba feliz, el Arsenal también. Jugar en el Arsenal es un sueño, y si sueñas también escribes, así que sus cuadernitos siguieron siendo llenados con tremenda pasión. Cinco goles por cuento.

He’s red, he’s white, he’s fucking dynamite!, le cantaron la primera vez que marcó un gol, contra el Tottenham. Se sintió como cuando los grandes escritores que vivían en París eran saludados por todo el mundo y enterrados en Suiza llenos de gloria. Sunae (19 años, 1,88 m, 72 Kg. volante ofensivo, diestro) era el nuevo ídolo del norte de Londres, del Londres de Shakespeare, de la reina Elizabeth, de los castillos en medio de la ciudad, del Londres que él escribía.

El número 14 del Arsenal escribía todos los días, se comía libros y sushi, recordaba el canto de la hinchada el domingo de su primer gol, caminaba por los puentes, visitaba las galerías de arte, veía el tenis, paseaba por el campo, le escribía a mamá y a papá, andaba con una que otra novia, metía goles y escuchaba jazz. Su escritorio e madera de pino, lleno de hojas dispersas, era su mejor compañero.

Ya lo habían saludado por las calles muchas veces, comentando el penal que le hicieron o celebrando su hat-trick. I’m fucking dynamite, pensaba. El Londres que le cantó cuando marcó contra el Tottenham estaba ahora en sus hojas. Mamá veía la tele y gritaba de alegría con papá todos los domingos por la mañana.

- Bueno, capitán, mañana es la final y te quiero ver levantar la copa y traerla para desfilar por Ashburton Grove – le dijo el técnico, el día del clímax de su carrera. El capitán se retiró de la oficina del manager nervioso, feliz, saludó a los demás, entrenó y retornó a casa. La final era en su estadio y Sunae ya se imaginaba a los grandes, cuando corrían dando la vuelta olímpica con la copa en las manos, gritando y abrazando a los hinchas más cercanos a la cancha. Pero Sunae no podía dejar de escribir. Quién no quisiera correr la misma tragedia.

El número 14 comió, leyó, llamó a papá y a mamá, durmió y ya se encontraba con el equipo en el pasillo de entrada al estadio, con la cinta de capitán en el brazo, escribiendo. Escribía Londres, escribía pelotas, escribía mundos, escribía campanitas, se escribía. Se encontraba donde se encontraba todos los días.

Sunae no sabía dónde se encontraba. ¿Y la final? Nada. Londres era palabras, lo mismo que él. Me había ido al otro lado, me había escrito, me había vuelto ficción.

Joder, Suné, qué haces, entra a la cancha. Pero yo ya no existo, soy ficción.

EL ANDENCITO

4.6.10
Izquierda, derecha. Carlos Jesús de los Faros mira hacia ambos lados sabiendo que el tren sólo llega por el lado izquierdo, pues de lo contrario se darían las dos siguientes posibilidades: o los dos trenes que llegan de ambos lados colisionan, o el inexistente tren que llega por la derecha se marcha por el lado equivocado, como es de razonar lógicamente. De todas formas, en ninguno de los dos casos el personaje llegaría a su destino final: hacia la derecha.
Se escuchan las hojas subir y bajar, llevadas por el viento, rozando la arena que cubre todo el horizonte frente a la estación, como si fueran pájaros con sed. El viajero Carlos Jesús de los Faros, un ciudadano común y corriente (y por lo tanto, un tipo aburrido), da tres pasos cortos hacia las vías del tren, donde el techo del edificio ya no hace sombra. Impaciente, mira hacia los lados girando la cabeza dos veces. Al tercer giro sucede lo inadvertible: un bandoneón negro azabache le cae en la cabeza, dejándolo inconsciente y en posición de víctima de un crimen en el medio de las rieles del tren.

Carlos Jesús de los Faros fue rescatado y puesto en recuperación en un centro médico al cuidado del Monseñor Giraldo y Montebueno, ahora neurólogo cirujano. Mira, Carlitos, eso de tocar tangos al borde del andén casi te mata, vas a tener que quedarte aquí a leer unos libritos y probar con el xilófono. Carlitos no entiende.

El personaje, al parecer trastornado por el golpe de arrabal, jamás logró explicar coherentemente que un bandoneón le había caído del cielo en la cabeza, y que en realidad esperaba el tren hacia la derecha. Fue la siguiente frase, al parecer, la que puso en duda su cordura frente a los médicos: “es que no consigo sacarme el tango del corazón”. Y así se quedó en el centro médico con el diagnóstico de “músico consumido, desequilibrio avanzado”.
Encerrado en una habitación, Carlos Jesús de los Faros fue privado de su amor y obligado a creer en la mentira que el mismo Carlos Jesús se encargó de convertir en verdad. Tarareaba, dibujaba milongas con la mano izquierda y las terminaba con la derecha, como el tren que debió haber tomado. Mordía, golpeaba, besaba y amaba el tango, que lentamente sentía lo mismo por él.

El miedo de perder al tanguero en el tango y contagiar al resto hizo que Monseñor Giraldo y Montebueno le pusiera parlantes en la habitación con oraciones musicalizadas y barnizara el piso con aceite de almendra, para que no pudiera bailar.

Loco de amor, de ganchos y giros, Carlos Jesús de los Faros se desvaneció entre el olor a almendra y varias centenas de credos. El tango, flotando (porque en el piso se resbalaba), se escapó por la ventana, y quién sabe si tomó la izquierda o la derecha.

Carlos Jesús de los Faros nunca supo si hubiera sido mejor morir de un bandoneonazo en la nuca.

Varios siglos después de enterrado el centro médico, un reportero salvaje descubrió, bajo una densa capa de aceite de almendra, un bandoneón de veintidós metros que sólo podría haber sido cerrado por dos trenes, uno frente al otro, pero jamás podría haber sido abierto.